El cansancio en la mirada, el flaco misterio de su andar, la obvia melancolía de sus ropas y el olor a orín inconcluso, la oscuridad noble, la cicatriz llorosa en sus ojos apenas inescrutables a través de su tufo a carro abandonado, eran apenas sintomas de su legendario apodo: el sombra. Hace muchos años, antes de que sus dias consistieran en un triste levitar itinerante por mi bar, el sombra se paseaba solitario: los hombros en alto, el sombrero hasta las cejas y un puñal sólido y gigantesco tan brillante que la luz que despedía proyectaba su cuerpo de lobo en las paredes y la gente, cegada, pensaba en el último y aterrado instante de sus vidas que una sombra mayúscula se los llevaba de este mundo de mierda.
-¡Sombra! ¡Condenado! Otra vez no barriste el baño, carajo.