No sé si fue tu boca desgonzada o el palpitar reseco de tu garganta expuesta, no sé si fue la lágrima en el ojo, la mosca en la frente o las manos apretando –digo– exprimiendo una bolsa amarilla llena de latas de atún lo que hicieron que, en un instante sereno, mi pene y mi corazón se interesaran por ti.
Tenías las piernas abiertas y en tus calzones se adivinaba una tierna hendidura así como se palpaba que algo no andaba bien, que la inercia de tu vida había tenido hoy un punto de quiebre y te había dejado así tiradita en la calle, con todo al aire para el goce del viento y unos pocos extraños.
Al acercarme noté en tu respiración la sed del alma, dejabas escapar el olor del páncreas, de la soledad angustiante, de un inconstante riñón en fragmentos sonoros de aire inconcluso, y tu aliento era puro desconsuelo trágico e intentos de supervivencia. Y de repente todo se calmó.
Te toqué justo cuando volvías y fui lo segundo que miraste. No tenías cara de entender nada y por eso te lamí, te lamí lentamente el cachete y mientras lo hacía tuve el momento de silencio –de placer– más intenso de mi vida. Fue pura cámara lenta y pura convicción y mi cola no paraba de batirse de un lado a otro. Te había encontrado.