«Se renta habitación en departamento compartido. Baño propio; incluye agua, gas y luz» se leía en aquel apartado del Diario de la Ciudad. María llamó inmediatamente para concretar una cita.
Llegó a la dirección indicada y tocó el timbre tres veces hasta que alguien, sin preguntar siquiera, presionó el botón que abría de forma automática la puerta de la entrada del edificio.
María subió las escaleras mientras escuchaba el eco que producía cada pisada de sus tacones. Por fin llegó al sexto piso. Una chica de aspecto intelectual le abrió la puerta y comenzó a mostrarle los espacios del departamento: la sala, el comedor, la cocina, el cuarto de estudio, el librero… el librero… el librero…
María no quitaba la vista de encima de aquel estante lleno de almanaques y novelas; había libros de ciencia, de arte, de fotografía, de historia… pero María se lanzó directamente hacia uno de ellos: era un libro de pasta dura, en cuya portada se apreciaban algunos garabatos que daban forma a ese peculiar juego que de niños la hacía tan feliz. «Rayuela», se leía, así como el nombre del enormísimo cronopio que en aquel entonces estaba de moda. Cogió el libro y al hojearlo cayó al suelo un sobre que tenía escrito el destinatario con el nombre de María Pancorbo.
¡Ella lo sabía!, ¡siempre lo supo!, a siete años de su partida ella seguía pensando que desde esa ocasión en que lo escuchó salir de casa no volvería a verlo jamás, pero se equivocaba… y ella lo presentía.
María sostuvo entre sus manos el retrato ya borroso por el tiempo, con algunas manchas que hacían lucir la fotografía como si fuera una desgastada acuarela. Lo miró una vez más y lo apretó con fuerza contra su pecho. En la parte de atrás, con letras casi ilegibles, aún se podía descifrar el siguiente texto:
«María, ¡te amo! Vente conmigo antes de que llegue el mes de abril».
Era una foto que su ex amor le había enviado antes de morir de cáncer aquella primavera.