Metió la mano al bolsillo de la chamarra, sacó su escuadra Smith & Wesson de cañón recortado, le puso el silenciador y salió del baño.
Ella seguía recostada en esa cama alquilada, siempre la habitación 119, cada jueves desde su primera cita hace meses. Aún adormecida del placer que le generaba este encuentro clandestino con el mejor amigo de H., su marido.
En ese momento, H. debería estar regresando de la ciudad vecina; todos los jueves salía temprano para asegurar que el negocio no perdiera suministros, mientras P., su mejor amigo, se encargaba de ayudar a su esposa en aquellos trámites legales.
Tomó el arma, apuntó y la llamó por su nombre. Ella entreabrió los ojos sin entender lo que pasaba; en la cara se enfrió su sonrisa, se desdibujó la alegría que habitaba entre esas sábanas satinadas y perfumadas con el aroma de esta pasión fugitiva; cubrió con la almohada su desnudez, como si las plumas pudieran detener aquella voluntad del plomo.
P. disparó.
La mujer lo miraba, tratando de encontrar una respuesta, queriendo descubrir el por qué de este repentino ardid de odio.
«H. estuvo aquí ayer. No es una cuestión personal, sólo que él es mejor amante que tú.»