En ella vio las mismas sombras, hablaban de los mismos fantasmas. La misma acidez patibularia cada vez que se sentaban a la mesa a ver pasar la gente. El mismo cinismo ante las pequeñas ofensas de la ciudad. La misma y parabólica sorna cuando el nerviosismo los enfriaba y no sabían cómo atraer la atención del otro. El mismo placer rebosante que creció mano a mano y mordida a mordida, hasta conocerse las lágrimas, pero en especial las carcajadas y los estertores y las exhalaciones y el sueño.
Así. Y después, sin caer en cuenta, ante ella fue cediendo, cayó bajo su miel. Discreto se acercó, y la cercanía se hizo estrechez: apretarse uno al otro, sumirse, hundirse como los dedos entre el cabello. El que creía lazo insospechadamente se volvía cadena, y lo único evidente era la piel tierna contra las mejillas y los ojos llenos de almendra.
—Te tengo —un día entendió, y se entendió sujeto y dócil y herido. Y entendió el campanilleo que escuchaba. Entendió su posición en la cadena, y algo que distintivamente a ella se le había escapado: sin importar los eslabones, quien sostiene la cadena también está encadenado.