Búho, el médico más prestigioso del bosque, no pudo salvar a su esposa de la enfermedad. La verdad es que no sabía aún de qué había fallecido. Ella se fue deteriorando, poco a poco fue adquiriendo el color de la muerte. Incluso el funeral era una especie de sueño difuso, como si ella se hubiera desvanecido y, grano a grano, se hubiera ido a la urna que ahora habitaba.
Recordaba el día en que la conoció: ella le robó la presa y le quitó el lugar recién adquirido en el viejo árbol de la colina. Hicieron su vida juntos en los huecos, mandaron a hacer ampliaciones y mejoras e invitaban a espléndidas fiestas a todos los animales que podían caber en su interior.
Nunca lo sabría, pero el viejo cuervo que se dedicaba a curar con brujerías y que había perdido adeptos debido a la ciencia del Dr. Búho —quien había soportado humillaciones sin desdibujar su sonrisa—, sentía un odio inmenso hacia él. Por eso la mató. Gota a gota, de celebración en celebración, la hizo beber un veneno lento y efectivo, de acción constante. Búho no era nadie para venir de la ciudad a desenmascarar todo el mundo espiritual que había logrado grabar en las mentes débiles de los pueblerinos. Tampoco sabría que ella se vengaría desde el otro mundo, de una manera que al cuervo se le haría increíble, contraria a todo su mundo de engaños.
Saber o no saber, no hubiera sido importante: Búho simplemente sentía una tristeza que no terminaría hasta el final de sus días.