Hablábamos de la historia, de culturas antiguas y del Dios todo poderoso. Recordábamos las sequías y las hambrunas. Nuestra conversación iba desde la niñez hasta los hijos y los amantes. Lucía aún conservaba su halo de luz de siempre, María, cabizbaja, dejaba correr las lágrimas por todo lo perdido. Andrea, con su lunar a la Irma Serrano, decía que no añoraba nada del pasado y, yo, como siempre, las criticaba a todas.
Pero ninguna de nosotras nos dábamos cuenta de que ya no éramos ni estábamos. Ninguna de nosotras mirábamos la verdad: que las cuatro estábamos muertas, que el reloj no caminaba y que, aun muertas, permanecíamos como en vida: cual robots, como máquinas perfectas que supieron muy bien cumplir las expectativas de todos. Sí, estábamos muertas y éramos zombis, igual que lo habíamos sido en vida.
No, ninguna nos dábamos cuenta, pero desde algún lugar mis manos teclean lo que yo no soy capaz de ver, escuchar ni sentir.