Era buena en lo que hacía gracias a la disciplina. Jamás comía ni más ni menos de lo debido. Le gustaba el control sobre sí misma. Cuidaba todos los detalles del día porque sabía que cada uno le llevaba a la noche y eso significaba menos tiempo de mañana. Se miraba al espejo cuando debía hacerlo. Con una mano puesta en la barra de madera, estiraba el otro brazo y hacía un demi plié y un plié. Llegaba tan abajo como podía, sin escuchar las quejas de las rodillas ni de los tobillos. Los profesores siempre admiraron su gracia: todo en ella era coordinación y armonía. Su postura era limpísima. Nada en su cuerpo titubeaba porque cuando estaba ahí, dentro de las zapatillas de ballet, nada le importaba excepto lograr el relevé perfecto. Elevarse hasta dejar de sentir el suelo. Odiaba el piso, la tierra, la raíz, la permanencia. Ella quería irse. Flotar. En verdad odiaba el suelo.
Lo más ligero en ella eran sus 30 kilos a sus 27 años. Todo lo demás le pesaba. Por eso buscaba ser más delgada; los números bajos y elevarse. Ese día estuvo desde temprano ensayando, dejando todo su cuerpo sobre la punta de los pies. Subía tanto que llegó a quedar completamente parada sobre las uñas de los dedos. Sostuvo todo, hasta la respiración. Entonces escuchó la queja: los huesos uno a uno quebrándose dentro de las zapatillas. Los empeines destrozados en el relevé perfecto. En verdad odiaba el suelo.