Solía tener la carcajada ágil; aunque reservado, solía ser un niño alegre, el raro que prefería dibujar a jugar futbol.
Inventé diez o doce planetas; sólo recuerdo uno: su luna era un diamante que en las noches evaporaba un poquito sus océanos. Y yo recorría sus cavernas de día, temiendo un eclipse que nos cocinara a todos. Si comía ciertas flores (las moradas) podía volar de una montaña a otra sin chamuscarme por los rayos del sol. Y si me llenaba la boca de unas hojas espigadas (las grises) podía pasar horas bajo el mar tibio y desde ahí veía la noche cuajada de estrellas, sin miedo a evaporarme con el agua.
Ahora recuerdo esas lunas, esas flores pálidas, esos árboles despeinados y descomunales, esa fauna que cazaban mis manos desnudas; y ahora, desnuda, recostada al filo de la cama, el cabello manchándome la cara y los labios, escucho mi nombre en la oscuridad: «Carmina».