Cristina se despide de todos a las tres y cuarto de la mañana. No quiso irse temprano con los «normales» pero tampoco quiere quedarse hasta la madrugada con los enfiestados. La puerta del antro se abre para que salga y se cierra detrás de ella dejándola prácticamente como única transeúnte en las calles de la trasnochada colonia Juárez.
Emprende camino hacia su coche ubicado a escasa cuadra y media del lugar. Su falda, blusa, cartera y zapatos negros la convierten en una pequeña sombra que atraviesa la luz tenue de los postes.
A media cuadra nota a un par de hombres fumando y conversando recostados contra la pared, en la esquina de la acera contraria. Se detiene un momento; piensa y no piensa, analiza en tiempo real la vestimenta, la actitud, los ojos y empieza a considerar, con tres cocteles encima, las posibles consecuencias.
La risa de uno de los personajes la pone de nuevo en marcha. Decide continuar con mayor velocidad y con mayor sigilo. Llegando a la esquina empieza a buscar en su bolso las llaves del coche para tenerlas listas. Al sacarlas arrastra con ellas la cajetilla de cigarros. El ruido de sus Delicados al caer, seco y grave, dilata su corazón al doble. Cristina no considera siquiera recogerlos y prosigue sin detenerse.
En la acera de enfrente los hombres callan y, con el olor de Cristina alcanzando sus fosas nasales, se miran en silencio.
—¡Eh, señorita! –grita uno despegándose de la pared.