Las chicas tenemos una horma que nos define, venimos con un rosado laberinto impreso de fábrica, estandarizado por los derroches del creador y levitamos por la vida esperando al ariete perfecto, a la pica vigorosa que subyugue la horma la norma y la forma y las haga suyas —las avasalle entre sábanas, alcohol, sudor, manos mal lavadas y música improbable— y que calcine su pretencioso y enredado camino con el fuego blanco de los héroes.
Raúl hizo añicos el molde. Deshormó la horma. Le puso una bomba atómica.
Sentí la necesidad de poseerlo como única dueña, de negarle a la historia de la perfección masculina otra protagonista femenina que no fuera yo. O su madre.
Me senté en su cara como el día que nos conocimos, enardecidos y líquidos, pero esta vez estaba atado a la cama y lo ahogué, lo ahogué entre mis piernas, hasta que se quedó quieto.
No me mordió. Al instante entendió lo que le planteaba el destino y asumió valiente la responsabilidad de los héroes.