Alea jacta est
Cuando cerró la puerta se dio cuenta de que se había orinado en los pantalones. El pequeño clóset olía a cobija vieja con ropa prehistórica y su profunda oscuridad dejaba escapar un murmullo de patitas de roedor o artrópodo que sumados no superaban el pavor que la había llevado hasta allá.
Tanteó en busca de algo, tembló a través de las tinieblas que solo le devolvían tejidos de distinto hilo y calibre, pero nada contundente, nada con qué romper una rodilla, un cráneo, un sucio destino.
Cada segundo de fracaso, cada dedo hendido en una almohada, en un trapo, en un mantel, la hundían más en la sucia desesperación de haber acabado con todas las opciones. Moriría en un clóset.
El señor inevitable llegó a su puerta con la misma fuerza bíblica que había mutilado edificios, desgarrado carne, cercenado árboles, desmantelado automóviles y desmoronado todo a su paso año tras año; y volvió, llegó con pasos como bombas nucleares, con su respiración que desolaba los campos, con su furia taurina y su arrollador tufo de tormenta. Acarició la puerta con sus dedos de fuego.
Se orinó por segunda vez en los pantalones cuando su mano encontró el mango del martillo, arma fatal. Y sonrió diabólica, entendiendo agradecida, que dios la había convertido en carnada.
Ahora es mi turno.