«Cuando el mundo tira para abajo,
es mejor no estar atado a nada.»
Primero fue Patricia. Patty esperó a que yo pagara la cuenta en el restaurante, y me dijo, no te soporto, no aguanto más tus quejidos de perro atropellado, se levantó y se fue.
Carla aguardó a que llegáramos a su casa. Se bajó del auto y luego metió la cabeza por la ventana y dijo hasta aquí llegamos, tus lágrimas constantes de niño abandonado me exasperaron.
Mónica me dejó un post en el muro de facebook, gracias por todo pero no ando con huérfanos de la vida, no me llames más. Y me bloqueó. De todas partes.
Adelaida me mandó su sirvienta, quien con una bolsa de leche en la mano, un cigarrillo en la boca y ciento treinta kilos de carne en el esqueleto me las cantó sin compasión, como una mala canción de punk en boca de un mariachi altanero: te manda a decir con el odio de todas sus menstruaciones, que se mamó de tu desdicha de animal deshidratado muriendo en el desierto y que ojalá te cambiés de ciudad o de continente o de planeta porque para ella, sobrás en este universo.
Esas suman cuatro de —en diez años—, doscientas cincuenta y cuatro mujeres más a quienes amé con toda. Y ayer mi perra me muerde en los brazos y el cuello, y aquí también doctor, aquí fue donde peor me mordió.