De frente el árbol y otras casas: todo es gris y absoluto. Un silencio enorme precede el desastre de la tormenta de gestos que nos estamos por hacer. Un huracán de besos que termina por destruir del todo los buenos besos que nos quedan. Ahora desarmados y en el suelo, de cara a la tierra y a nosotros mismos, tenemos que empezar a correr. Abandonar la casa, el piso, las escaleras, los miedos, saltar el balcón, trepar el árbol, beber la llama. Abandonar el periódico de la mañana, el café con leche tibio, el pan siempre a punto de quemarse. Correr sobre el pasto de la calle, ahuyentar el moho de la pared del baño, dejar pasar, después volver.
Abandonar el ruido de las persianas, desgaste eterno de cada mañana intentando evitar que rechinen. (Lo oxidado está oxidado mi amor y rechinará, y envejecerá, y costará más trabajo arreglarlo. Su olor a viejo invadirá las ventanas, ya no será un olor interno).
Abandonar esa casa, ese piso y las escaleras. Salir volando por el techo, quemar los rastros, huir. Romper las paredes que nos detuvieron a veces. Prender las puertas, estallar las brasas, que donde hay cenizas fuego queda. Salir de este hueco ardiendo, de esta forma de hablarnos, de esta sensación triste de permanecer. Mudarnos de vida como caracoles, empezar de cero, cultivar las alas. Dejar que el tiempo nos pase, que la lluvia nos caiga, que la tierra nos tiemble. Salir del estado de descomposición que traemos. Levantar la cara, darnos la mano, empezar de nuevo: todo desde el principio otra vez.