Lo reconocí mucho antes del amanecer. La luna entraba voraz por la ventana, pero no lo iluminaba; lo sentía aunque no pudiera verlo.
El cuerpo se me deslizó de las cobijas, revueltas bajo su peso y el fuelle de su aliento entre mi cuello y mi oreja. Intenté levantarme. Voluntariosos, mis brazos se cruzaron y me prendieron contra la cama; mis piernas quisieron saltar y terminaron desperdigadas y plomizas; mi garganta empezaba a abrirse en un grito cuando el aire negro se coló por mi boca hasta atragantarme.
Sentí la cama agitarse con un temblor desesperado y veloz, como si ya estuviera huyendo, como un escalofrío. Pero un temblor seguía al otro, una huida era apenas el comienzo de la llegada, un espasmo helado se hundía ya en el siguiente, cada temblor huía a su próxima piel erizada entre zumbidos.
Y el tiempo también tembló. Las diez, las cinco, ¿qué pieza de la noche, qué olvido de la madrugada? Todo temblaba, menos yo, con el cuerpo prendido contra la cama.
El sol me mordió la mejilla, mientras mi mirada seguía fija en la misma mancha del techo. Sólo entonces tuve claro que siempre llevaría ese muerto a cuestas.