Yo sólo esperaba a que salieras del baño. Espero con la mirada fija abarcando toda la puerta, las pupilas memorizando cada veta de la madera, cada astilla y cada matiz metálico de la perilla; todo misterio que ha habitado la casa se resume en esa puerta, de algún modo.
No te vi entrar pero oí que te movías ahí dentro. El agua corriente, el olor a vapor, tu garganta carraspeando. Sospechaba incluso tu imagen en el espejo: la cabeza baja, las manos apoyadas en el lavamanos, tu cabello hecho un desastre. Seguro dejarás las marcas de tus pies sobre el tapetito azul… pero, y casi lo puedo asegurar, no habrá rastros de pasta de dientes en el lavabo hoy. No, no habrá.
Te dije que lo podíamos hacer. Te lo dije. Y el día en que dejaste de insistir en lo contrario pensé que por fin te había convencido. ¡Por fin! Ahora no lo sé. Sé que no me crees, que no te convencí ni siquiera el día en que supimos que nos podíamos casar, que podríamos tener un hijo, que podríamos poder todo lo que ya podíamos.
Y oigo ahora un silencio frío, uno de esos que sólo tú me puedes provocar. Un silencio que parte la casa en mil pedazos. Que quiebra las paredes que nos dan resguardo. Me aterra. No te veo porque la puerta está cerrada. Me aterra y sólo puedo esperar a que pase el silencio. A que me devaste contigo ahí dentro. Ahí lejos en nuestra propia casa.