El grito agónico de las chicharras no hacía más que incrementar a cada paso. El sol entre los árboles permitía ver millones de insectos revoloteando en una maraña desconcertante mientras una leve brisa disipaba la neblina completando el furor del bosque en el que nos internábamos desde la madrugada. Había dejado de llover, pero ella aún sostenía orgullosa el paraguas que sacó de su casa, aferrada a él con todas sus fuerzas, sabiendo que probablemente era la última vez que tendría contacto con su casa y que, probablemente, era la última vez que tendría un paraguas en sus manos.
Cuando jugábamos los tres después del colegio y se empezaba a hacer tarde, ella siempre sugería el asunto. Finalmente él lo convirtió en plan tangible y yo, si bien no era indispensable, estaba un poco enamorado de la chica, un poco escéptico con la idea del homicidio y bastante fascinado con la idea de huir como un forajido a través del bosque con sólo nueve años.
Cada paso, cada matorral, cada insecto extraño, cada sorbo de agua, cada mirada silenciosa y aún cómplice, cada hongo, cada roca, cada árbol que dejábamos atrás nos alejaba más de la oportunidad de ser humanos normales, de crecer en civilización. Estábamos por fin solos, libres, manchados y absolutos.