Tenía el frasco guardado en el bote de harina, así evitaba perderlo y de paso estaba bien resguardado en caso de una revisión inoportuna. Se lo había dado su amigo el boticario, uno de los pocos que quedaban en el pueblo. En un principio él mismo no estaba de acuerdo con la idea, pero después de mucho analizarlo sabía que no había otra opción: Carolina era su amiga desde la infancia y haría cualquier cosa por ayudarla, por protegerla, por hacer que no se fuera.
Su madre había muerto un mes atrás de un infarto al miocardio. «Fulminante», había dicho el médico. Su padre le siguió dos semanas después debido a la tristeza de haber perdido a su compañera de toda la vida. Sin sus padres la hacienda parecía un museo donde sus almas penaban sin poder hallar descanso y los cafetales también empezaban a morir sin su estricta supervisión.
Tenía que darse prisa, sus hermanos llegarían por la tarde con el posible comprador de la hacienda. Cabrones, se habían largado años atrás sin importarles el negocio familiar, ni siquiera habían acudido a los funerales y habían decidido su futuro sin hablarlo con Carolina. La hacienda y los cafetales se venderían y a ella le darían la parte que le corresponde para iniciar una nueva vida en otro lugar.
No podían arrancarle así su vida, la única que conocía. Para ella jamás fue una carga cuidar de sus padres ni de la hacienda sino todo lo contrario, y ahora estos cuervos malagradecidos vendían al mejor postor toda la vida y el legado de su familia. No lo permitiría.
Un par de gotas de veneno eran suficientes para detener para siempre el latido del corazón. Sus hermanos sufrirían un terrible accidente camino a la hacienda (es bien sabido que los caminos de la sierra siempre son peligrosos y traicioneros). Estaba ansiosa, tendrían una cena familiar espléndida.