Las palabras te crecían como el cabello. Podía ver cada hilo brillando de elocuencia, tejiendo esa red armónica en la que yo caía gustoso, me dejaba caer y la caída era suave cada vez. Era tu seda lo que hacía que me deslizara siempre un poco más abajo. Siempre un poco más perdido, más revuelto de ti. Te miraba y las horas se alargaban en tu cabello. A cada palabra yo quería mecerme en tus hilos y, cuando se convertían en frases, el delirio se me paraba de frente tentándome a dejarme vivir en tu trenza. Y me dejaba. Las palabras de tu cabello olían a lo más profundo de ti, a lo que nace de ti para no volver, a lo que le regalas al mundo. Y yo vivía en ese regalo. Yo me dejaba.
Sumerjo mi cabeza en el recuerdo de tus hilos y aún siento el cosquilleo en la nariz.
Podía nadar en ti, ser un pez que se paseaba en tus aguas. ¡No! ¡Un pez que respiraba en tus aguas! Eso era, un pez que vivía de ti. Un pez en tu corriente. Yo te lo pedía, que no dejaras de hablar, que no te callaras nunca para que tus palabras me crecieran dentro y me reventaran hasta que por los oídos me saliera tu voz. Y tú hablabas, sin una sonrisa, sin énfasis, sin acentos, tú hablabas…