Existen una y mil razones por las que debo dar las gracias al universo; a la mente siempre vienen la familia, la salud, los amigos (humanos) y el dinero, pero existe algo por lo que cada mañana me despierto llena de emoción: por la nariz húmeda de mi perro.
Es como una goma de borrar que quiero apretar siempre, como si fuera un botón mágico que cada vez que toco me lleva a otro lugar. Algunos dicen que estoy loca y que no debería dejar que mis perros se duerman en mi cama. Los perros duermen en el suelo.
¡No en mi casa!
En mi casa mis perros son los dueños: de los sillones, de las almohadas, de los zapatos; hacemos nuestra vida alrededor de ellos porque quién más iba a quererlos tanto sino yo. Son mis hijos, mis descubrimientos, mis regalos infinitos de bondad.
Martina aún no aprende a usar el pedazo de pasto que le inventamos para usar como baño y cuando me marcho hace tremendo berrinche asaltando la bolsa de basura. Hay una rutina, la de llegar todos los días y verla saltar, ladrar sin cesar cuando pasa otro perro por la ventana, limpiar el piso en donde ha dejado su maravillosa marca y una dosis de cariños antes de llenar su plato de galletas. La repetiría una y mil veces por ella y por todos los demás.
Pareciera que nunca acabo y aunque sé que no debo tener más perros la realidad es que no hay nada mejor que oler sus orejas sucias, su cabecita cuando se acaban de despertar y sus patas con olor a totopitos; su pelo es como un peluche que calzan mis pies y su lomo es ese infinito descanso en el que me pierdo cuando tengo dolor de cabeza.
Sus ojos están llenos de amor… de amor eterno por mí. Tan solo ver su cara borra todos los problemas; no hay nada más vivo, más cálido y hermoso que un abrazo de cuatro patas.
No hay nada como querer y ser querido por un bulto de pelo, por eso sé que cuando me muera, quiero que mi cuerpo huela a perro.