Toda progresión sería un paso más hacia el vacío. El transcurrir de las horas, el curso de la noche, no representarían más que una de las formas de la desintegración. La materia pierde peso y sustancia, el tiempo desgasta la fuerza que le sujeta a su condición de ente complejo. Al principio la esencia goza de plenitud, sus energías vitales se hallan en estado pleno. Pero la energía no mantiene siempre la misma intensidad; se aburre, se cansa porque guarda muy adentro una inquietud destructiva.
La insustancialidad es también una necesidad de subsistencia: hubo una era en que los rayos lumínicos eran tan fuertes que los planetas volaban encendidos, la potencia del aire arrancaba los árboles y los lagos eran tan profundos que escondían el alimento de los hombres. Entonces la insustancialidad fue la condición para que las cosas persistieran: entre más livianas, más propicias para perdurar en un contorno que exigía ligereza. Las plantas debieron ser delgadas para soportar su crecimiento y las especies más débiles permitieron la evolución de otras, a costa de su exterminio. La vida es una esencia lánguida, la realidad una esfera de polvo en medio de la tempestad. La apariencia actual del mundo es el panorama raquítico de su antigua fisionomía corpulenta.
Las cosas se degeneran por instinto; la piel envejece, la luz se consume, los astros buscan el mejor sitio para marchitarse. Los hombres, a la orilla del mar, esperan con alegría el amanecer. No se dan cuenta de que cada día que pasa su presencia se desdibuja.