Llegó la noche de nuestra cita pactada, aquella que premeditamos cada mes para encontrarnos solos y descubrirnos rodeados de una multitud.
Decidí vestir ligeramente distinta: algo que provocara tus instintos de querer estar conmigo. Zapatos altos para estilizar mis piernas, labial carmín (ese inequívoco que no puedes resistir). Perfumé todo mi cuerpo para seducir todos tus sentidos. Llegaste a mí, te acercaste y percibí cómo caías en esa burbuja de seducción que preparé para ti. Bailamos, bebimos e intercambiamos miradas penetrantes, deseos que expresábamos al tocar nuestras manos o al acariciarnos mutuamente. Así, poco a poco te dejaste llevar hacia tu propia trampa. Pronto no necesitarías a nadie que satisficiera tus pensamientos recónditos. Abrí mi cuerpo y dejé pasar a tus deseos.
No era yo, fui lo que querías.
Días atrás decidí cambiar. Fue en aquel momento en el que te descubrí con ella, que ahora no luce muy distinta a mi. Y es que no soporté la idea de compartirte con alguien más. Mi plan perfecto consistía en quemarte desde adentro, hacerte sentir una fantasía para soltarte poco a poco. Mi negación, orgullo y feminidad estaban en juego, y yo debía ser la que saliera triunfante.