Poco quedaba por hacer, la ciudad era una ruina que dejaba testimonio de un esplendor lacerado. Sus habitantes preferían aquellos despojos de adobes, seguros y frescos, a la enorme desolación del desierto.
El hombre sintió la tristeza ceñirse de nuevo a sus ojos, no hubo rastro de aquella a quien mencionó el oráculo. Cubrió su rostro, montó al viejo cornavento y salió por los senderos del aire.
En el desierto todos los caminos son iguales, las dunas se mueven sin formas esperables; pero aquí es distinto, aquí el llano se extiende en pedrerías diminutas y cáusticas. No hay dunas ni protuberancias, sino el desvarío de la neblina que vuelve a las brechas espejismos sinuosos y sin destino.
Era la sensación que le quedaba, el camino había sido un engaño inútil del oráculo, una ilusión.
Estaba los suficientemente lejos de la ciudad cuando la miró, iba andando con su túnica de oscuridad, su mascada blanca al cuello y la mirada puesta en un horizonte de neblina.
–¿A dónde se dirige?– le preguntó sin bajarse de la bestia.
–Voy más allá de la bruma a buscar al que es mío– dijo con una voz que parecía un rumor.
Eran las mismas palabras del oráculo; la miró en silencio, arreo al cornavento y siguió.
Él sabía que aquella mujer era un sueño, la realidad era la piedra. Se alejó de allí con el sabor de haber encontrado un espejismo.