Cada día comienza igual, ni siquiera tiene sentido que exista un calendario con números y nombres inventados si cada uno empieza igual. Para las doce, la memoria se le ha ido de nuevo y llega ese caos que se desliza silenciosamente apoderándose lentamente de cada detalle, de cada cosa. Viene la enfermera con la charola: la taza de café, el jugo de naranja insípida, la gelatina de enfermo, el pan mal tostado con apenas una probadita de mermelada. En cuanto la cuchara choca contra la taza, esta rutina desaparece tras ese leve tintineo.
El tiempo se va descomponiendo en pequeños desconocimientos; todo se va desfigurando y el mundo se deforma un poco. Su mirada logra enfocar las cosas como objetos de un pasado ancestral del que sólo puede asumir que formó parte, pero no logra relacionarse con él.
Llega siempre la hora de la forzada siesta en el asilo y él la esquiva una tras otra, día tras día. Y se escapa sin una premeditación posible con tanta falta de retención en la cabeza. Huye de la presión de dormir, recorre las calles y termina siempre en el mismo nuevo parque. Para cuando llega, el cansancio le ha demolido los pasos y cae derrotado sobre el pasto. Se acercan siempre esos mismos perros que custodian su sueño, cada tarde, en el mismo suelo, con la misma caída, con el mismo olvido. Fijamente vigilan su estadía hasta que la ambulancia lo recoge para llevarle de vuelta a su encierro.