En la mitad de la plaza de una ciudad que parece desierto, se despierta con un niño en el regazo. Hace un esfuerzo pero no logra recordar cómo llegó a ella. No sabe si lo trajo la cigüeña, si una abeja fecundó la flor, si es un ángel, si pasó el tiempo suficiente desde esa noche de sangre, agujas y vergas o si simplemente lo encontró.
Cree, mas le es imposible estar segura, que no es la primera vez que se lo pregunta.
Le llegan los recuerdos de una sala descosida con un televisor encendido. Por sus párpados exhaustos se filtraban las imágenes del canal Discovery, del documental de los pájaros esos, los que vivían en lo alto de un árbol y su mamá los aventaba para que aprendieran a volar.
Se levanta con el crío y lo zambulle en la fuente apagada. Le quita la mugre de la piel, le peina el cabello hacia atrás y lo seca lo mejor posible con su propio camisón.
Escala la fuente y se yergue en la cima tanto como puede. Sostiene al chico con los brazos y lo levanta sobre su cabeza, luego lo baja hasta que sus piececitos tocan el cemento y de nuevo lo alza con toda la velocidad y fuerza que conserva su cuerpo.
«Alza el vuelo» le dice en voz queda mientras la silueta de brazos abiertos eclipsa por un segundo la luna llena en el firmamento.