Esto de olvidar ropa tuya en mi casa se nos está haciendo costumbre. Al principio no me pareció más que un simple descuido, hasta una casualidad si quieres. Descubrí tu chamarra la tarde siguiente a la que nos vimos. La vi colgada en la silla en la que la dejaste. Es claro que si se quedó acá es porque, para la hora en que te fuiste, ya no tenías frío. Te dije «dejaste tu chamarra» y tus manos vinieron por ella.
Pero después encontré un par de calcetines junto a la cama. Estaban ahí casi enrollados, escondiditos bajo las cobijas. Si hubiera sido uno sospecharía un plan premeditado, pero eran dos. Emprendieron la fuga desde tus pies y terminaron acorralados entre las sábanas, seguramente cercados en un remolino de telas. No te dije nada de ellos, les he dado refugio.
Un par de chamarras más han pasado unos días en la casa. Se quedan una o dos noches y luego regresan contigo. Las veo partir y las entiendo: tu espalda es mejor que una silla o que un clóset y van contigo. Puestas en ti parece que te abrazaran, se ajustan a tu silueta como si, celosas, quisieran darle una nueva forma, una nueva vista. Veo tus hombros y presiento tu piel bajo ellas.
Y entonces llegó tu sudadera a la casa. No sé si fui yo quien la puso en el respaldo hace más de cinco días. Me siento en esa silla, con tu sudadera a mis espaldas, tomo las mangas por brazos y me rodeo la cintura con ellas, buscando que se nos haga costumbre.