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Dinero mata cajita

Una mañana me cansé de ser pobre y decidí correr a casa para romper el marranito que con cariño me había regalado la abuela antes de morir. Recuerdo que me lo dio envuelto en hojas de maíz y me dijo que no debía quebrarlo hasta que me saliera barba.

Ustedes no están para saberlo, ni yo para contarlo pero en la escuela me apodaban «El Lampi» por lampiño. Así que los únicos pelos que había podido ver en mi cara eran los de una limeña que conocí en mi viaje al Perú.

Nada de esto tendría sentido en mi historia, pero ese día me pasó lo inesperado; justo cuando estaba a punto de romper el marranito, una alfombra de pelos empezó a brotar en mi cara, en mis brazos, en mi espalda.

Al principio no entendía nada, ni siquiera sabía si todo esto era producto de mi imaginación o si era una especie de milagro.

Lo sorprendente no se queda en ese brote repentino de pelusas; una imagen de la virgen de Guadalupe se empezó a formar en mi pecho y le salían lágrimas de leche. Aquello parecía una escena de alguna película checa o más bien pacheca.

No me pregunten qué pasó después, los vecinos dicen que me desmayé y que salí a caminar a las calles como un sonámbulo, desnudo, enseñando a la virgencita con orgullo.

Las señoras me seguían desesperadas, querían tocarme, ungirse con mi cuerpo.

Yo me entregué a ellas en un acto de total amor y les tendí la mano que besaban con fe ciega. Después sacaron de sus sujetadores la cartera y comenzaron a pegarme los billetes en las piernas, en los muslos, en el cuello.

Desde ese día la gente no me dice más «El Lampi», ahora me dicen «El Billullo» y me encuentran todos los días trabajando la caja de un supermercado, propiedad del hombre más rico del mundo.

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Lleguemos a un acuerdo, tú me lees, yo te escribo. «Había noches en que todo el mundo estaba como esperando algo y yo me sentía como un nómada fracasado, de esos que van a todas partes sin llegar a ningún lado.» Escribo «adios» sin acento para que no suene a despedida.
Ilustradora. El color es una constante en mi trabajo. Algo tan cotidiano, para mí se transforma en un algo único, ilimitado, sin horizontes visibles, en algo infinito que puede introducirse en un formato simple como el papel. Desde mis emociones más íntimas hasta mis estados de ánimo están contenidos en los trazos, los únicos a los que no puedo mentir ni engañar. De ahí que cada pieza tenga un énfasis particular en cada trazo, en cada mancha, en cada rayón, en cada línea, aunque tengan la apariencia de un accidente. Cada accidente está premeditado. La experimentación con los materiales es otro recurso que uso para destacar detalles. No tengo un tema específico pero me gusta dibujar mujeres y gatos o un híbrido de ambos; la mayoría de las veces dibujo lo que imagino. Todas mis ilustraciones guardan una parte de mí: en ocasiones, secretos e historias no contadas, sueños e invenciones de personajes que no podrían existir en otro lugar más que en mis trazos y mente. Sin embargo, todas están siempre abiertas al público para dar pie a que cada espectador pueda crear su propia historia, sus propios personajes, para que inicien una nueva narrativa. A la edad de 24 años, soy egresada de la Escuela Nacional de Artes Plásticas –de la Licenciatura de Diseño y Comunicación Visual– y de la Academia de San Carlos con un Diplomado en Arte Contemporáneo. Actualmente me dedico a la ilustración y la docencia.
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