¿Alguna vez has torturado a alguien?, me pregunta un hombre al que jamás he visto. Se vuelve más fácil con el tiempo. Incluso comienzas a olvidar las caras y las reacciones de la gente porque, verás, la gente siempre es igual, todos los que llegan aquí entran igual: dos ojos, dos orejas, dos manos. Pero todos salen diferentes.
Agacha la mirada y ríe para sí mientras coloca algunas herramientas que no logro distinguir sobre esa mesa irónica de tan blanca, el único lugar con luz en toda la habitación. Yo estoy amarrado a una silla a pocos metros de distancia, casi oculto en la sombra.
Yo sé que tú vas a gritar, me dice, y yo puedo sentir algo de verdad en sus palabras, sé que voy a gritar aunque no importe. Sé que estás temblando, a pesar de que aún no me acerco a ti, sé que puede escuchar el sonido de la silla arrastrándose hacia atrás. Sé que ya no puedes decir más de lo que has dicho y esto es un regalo para mí, sé que no puedo hacer nada al respecto.
El tipo me cuenta lo que piensa sobre su trabajo, lo que va a hacerme. Habla de mutilaciones, de quemaduras, de cortes. Se le nota tranquilo. Yo no puedo responder nada pero respiro con mucha fuerza y trato de gritar, aunque sólo puedo emitir un sonido desarticulado, ahogado en sangre. Me mira y mueve su cabeza de lado a lado, como desaprobando mi comportamiento. Entonces levanta mi lengua de la mesa y me la enseña antes de arrojarla al piso con desdén.
Bueno, veamos, dice mientras camina hacia mí.