Aquella vez estábamos sentados en la escalera y por la ventana entraba un chiflón que nos hizo abrazarnos para no sentir frío, pues no traíamos nada con qué taparnos.
No era invierno y, sin embargo, el viento soplaba cerrando a golpes las puertas; todos empezaron a meterse a sus casas y a prender el calentador. De nada sirvió porque a los pocos segundos una ráfaga de viento inesperada apagó la luz. No teníamos electricidad y la estufa tampoco prendía; los pilotos se apagaron y, como si se hubiera acabado el gas, de pronto tampoco teníamos fuego.
Nadie quería salir a ver qué pasaba, pero nosotros no teníamos a dónde ir. La puerta se había cerrado dejándonos sin llaves. Salimos a la calle y el resto de la ciudad estaba congelada y vacía. Ese fue el día en que no volvimos a ver el sol, ni un rayo; el Señor Patético se lo había comido todo en un arranque de furia y desencantamiento.
No podía hablar, pues el fuego estaba comiéndoselo por dentro y, poco a poco, como un cubo de hielo sobre el sartén, se estaba derritiendo. Gotas gigantes caían sobre los edificios convirtiéndolos en grandes esculturas de cristal. Patético lloraba y se lamentaba, con gemidos que sonaban a huracán.
Nos miramos, sin dejar de abrazarnos; faltaban pocas horas para que termináramos congelados como el resto. Queríamos llorar pero nuestras lágrimas eran en vano; cada que una salía por la orilla del ojo se convertía en una minúscula piedra de hielo con sabor a sal.
Volteamos al cielo y Patético no echó un rayo de arrepentimiento, y de sus labios morados salió un triste adiós. Nos fundimos en un beso eterno, nuestra saliva se convirtió en escarcha y en el último parpadeo nos quedamos petrificados en medio de la calle…
En un mundo donde el amor y lo patético flotan, en un mundo donde la tragedia siempre se introduce por la fuerza, siempre hay prólogos.
Y a la larga, la fatalidad también flota.