No los mires. Guarda el espejo y finge que has encontrado un desperfecto en tus manos. Las ves y recuerdas que nunca has sido buena para colorear: eras de aquellas que se salían del contorno del dibujo, en tus mapas se notaban las rayas sin rumbo de un océano azulado. Reconoces que en ese color de barniz está la paciencia de quien te pintó tus largos dedos, esas uñas tan limítrofes te desesperan. Cuando las pintas por tu cuenta acabas con el dedo embarnizado. Si en las manos se lee el futuro, en las tuyas se refleja aquel pasado de colores y acuarelas.
Los has visto de reojo, siguen ahí. Por lo regular tus dedos sangran, salvo ese dedo: el único que sigue intacto, el sobreviviente de tus nervios. No muerdes tus uñas, sino lo que (no) hay alrededor de ellas. Compensando tu falta de límites te dedicas a resarcir el daño, te dedicas a roer lo que está fuera de. Aun así de adoloridos ayudan a calmar tus dudas, alivian el prurito de todo tu cuerpo.
Ahora estarías dispuesta a que interpretara tus deseos, sobre todo los que están dibujados en las líneas de tu dedo medio.