Siempre recordaba la cicatriz del cuello. La sentía palpitar y le dolía cada vez que se asomaba por un espejo o pensaba en todo lo que había sufrido en el pasado. Estaba encerrado, no podía escapar y experimentar todos los dolores del mundo. Su piel era fina y delicada, susceptible a las heridas, el sol lastimaba sus ojos frágiles. ¿En qué se había convertido?
Lo peor de todo era su carcelero, estaba ahí las veinticuatro horas constatando su presencia. Le gritaba y lo obligaba a hacer cosas, aunque sólo fuera por medio de insistir: muévete hacia allá, trae esto, toma el otro. A veces lograba rebelarse y hacer que el carcelero se asustara con sus gritos o que cayera o que se desmayara durante horas, pero eso no hacía que pudiera escapar. Se veía ante el espejo y ahí, en el cuello, seguía la cicatriz que hizo cuando entró a esa cárcel.