Antes de cerrar los ojos me dijo que no iba a morir. Recordé entonces que no debía llorar sino más bien prepararme para la llegada del invierno.
Esa noche regresé a casa, triste, tan cabizbajo y metido en mí que ni siquiera reparé en que la jaula estaba abierta y que Édgar, el cuervo, no estaba.
La muerte de Rito, el hombre del bosque, me había dejado tan abatido que apenas abrí la puerta de mi recámara me tumbé en la cama y me quedé dormido.
A las seis de la mañana abrí los ojos instintivamente, como si en ese instante la jaula me hubiera hablado.
Afuera nevaba, todo era tan blanco que fue fácil hallar a Édgar enrojecido sobre el hielo y que, como Rito, no había muerto, sólo iba a cerrar los ojos y a dejar de volar para siempre.
Sin duda será un invierno triste, tan triste que quizá yo también decida cerrar los ojos y no morir.