Imaginemos por un momento una habitación común y corriente en cuyo centro hay una cuna. Dentro de ella un bebé yace tranquilo, acomodado entre un par de cobijas, pero el ruido de una pelea proveniente del cuarto de sus padres lo inquieta; sobre todo, un golpe seco sobre el suelo, como el de un cuerpo vuelto cadáver de súbito. Luego se escuchan unas palabras que el niño no entiende.
—¡Puta de mierda! ¡Maldita puta de mierda!
Aquí el primer silencio. Breve. Apenas una pausa para caer en cuenta de que el niño está en la casa.
Luego, unos pasos fuertes, enérgicos, se dirigen hacia la habitación del niño, quien, por supuesto, no puede moverse de su lugar y espera con la mirada fija en el techo. Frente a sus ojos aparece un hombre que le es familiar. Lo ha visto muchas veces, este hombre lo ha cargado, lo ha llevado a dormir, pero ahora se ve distinto: lleva la camisa manchada de sangre y el rostro sonrojado de fatiga. El hombre lo observa detenidamente, con un gesto de angustia, como buscándose en sus ojos, en el color del cabello, pero no encuentra nada que los una. Respira con pesadez a causa de los nervios; apenas puede sostener el cuchillo que lleva en la mano.
Aquí el segundo silencio.