Es un olor a cigarro y su voz diciendo sus palabras recurrentes –todos las tenemos como una necesidad de aferrarnos, de vestir nuestra identidad con esas pocas palabras que repetimos día a día–. A veces es la sensación de su chamarra de piel en mi mejilla cuando lo abrazaba. Lo abrazaba mucho. Y mi mano pequeñita perdiéndose en la suya antes de dormir.
Bailábamos mucho, no sé si todos los días, pero mucho. Y la música no viene. Sé qué canciones le gustaban por historias de otros, por sus recuerdos prestados. Tampoco viene su risa. Aunque sí su voz –de nuevo– diciendo mi nombre en un apelativo que sólo él usaba, que él me dio.
Veo gatos de colores en la pared y las florecitas del tapiz. Había flores también en las sábanas, eran cafés sobre un fondo blanco. Alguna vez rayé esas paredes y mis dibujos quedaron como testigos de mi altura, bajo la mesa decorativa.
El último día lo vi hecho bolita bajo las cobijas, quieto. No sacó la cabeza ni una sola vez y yo me replegué contra la pared. Me alejé y no quise ir a su lado. No sabía que sería la última vez. Con diez añitos encima, qué podía saber.