Mi nombre ya no es importante, sólo mi condición, la irrefutable condición de poseído, de ser habitado.
Recuerdo haber seguido a alguien o a algo. Seguirlo una noche silenciosa llena de espejos que yo pisaba sin reparo de mojar mis zapatos bostonianos. De pronto lo vi doblar la esquina y no pude seguirlo más. Mi cuerpo dejó de albergar sólo a un hombre para convertirse en refugio de un animal monstruoso, de un macho cabrío lleno de odio, sediento, hambriento y podrido de miedo.
¿Cómo sucedió? Ya no importa, el punto ahora es entender, aceptar que esta bestia no soy yo, que no es metáfora de mi sombra ni la manifestación de no sé qué extraña interioridad ni el producto de una extraña pócima con fines liberadores.
Mi cuerpo ha sido invadido, secuestrado desde dentro.
La única prueba que tengo de que sigo estando aquí es que escribo; mal y de forma ilegible, pero lo hago. Ya casi no puedo sostener el lápiz y de pronto me doy cuenta de que comienzo a olvidar las palabras.
Dicen que no hay descanso para los no vivos, que los espíritus endemoniados no mueren, que jamás podré irme de mí.
Si al menos no sintiera esta jauría en mi cabeza, esta maldita estampida de semidioses desencajados, de nahuales ansiosos y excitados, de íncubos y súcubos heridos…