Algo faltaba en su ventana.
No, no eran las flores marchitas de la cuna de Moisés, tampoco eran las persianas.
En su lugar habían retazos de telas y un mantel viejo y papel periódico pegados con cinta adhesiva.
No eran los sillones arañados, sucios, deshilachados, comprados de segunda mano. Ni los cojines que no existían pero que algún día estarían ahí, esperando la hora de la siesta.
No era el teléfono sin tono, ni las voces mudas de la terminal empolvada.
Tampoco era el hombre que cada mañana se sentaba en su terraza con los pensamientos colgados en el aire. El que a veces se acompañaba con un libro, otras veces con un puro y que la última vez se arrojó a la banqueta.
No era nada de todo lo anterior, sobre las faltas contables.
Era eso que no estaba en la vista de otros edificios, ni en el hacinamiento, ni en la claustrofobia.
Eso que no estaba en la ciudad prisionera de valles, donde el aire se estanca y no se puede respirar.