Tomé asiento en un montículo de cuerdas y fierros oxidados aún sobre el acorazado de pesca en el que he vivido los más recientes 6 meses de mi vida.
Estaba mareado y confundido, el paisaje que mis ojos registraban no concordaba con la lógica del recuerdo alojado en mi cerebro. Desafortunadamente nadie estaba cerca para ayudarme a corroborar.
Era un mundo fantástico. Con la mirada hacia el norte, distinguí a una inmensa ballena azul dando un concierto rodeada de un efusivo público de pequeños peces de distintas razas y colores; las focas aplaudían a la distancia, atentas al maravilloso despliegue vocal de los cetáceos.
En la helada plataforma del lado sur, los osos cenaban en compañía de las focas, reían desparpajados y exigían un rápido servicio a las ocupadas gaviotas queiban y venían con diferentes manjares preparados con krill para los comensales.
Es importante contarles la locura que atrajo mi mirada al lado sur, el escándalo de los pingüinos emperadores era ineludible. Cada ruido emitido era como un color distinto que adornaba ese curioso momento de juego y diversión. A la distancia, unos magníficos seres para los que el almanaque aún no asigna un nombre, los perseguían hasta alcanzarlos y arrojarlos como parte del juego a las heladas aguas de la Antártida.
Nada me puede asegurar que esas memorias con las que desperté no son reales.
Sólo estoy seguro de algo: nunca olvidaré la fiesta de bienvenida que los reyes de esta tierra le organizan al impresionante invierno.