No me gusta reír. No le veo la gracia a nada de lo que ocurre por aquí. Ni siquiera la ingenua estulticia de don Martín me provoca algún tipo de simpatía. Y no es que sienta que corre por mis venas algún tipo de sangre aristócrata, no, soy igual de vano e intrascendente, estúpido como todos; comida para los gusanos. Si tan sólo supiera quién fue el primer hombre al que se le ocurrió creer que esa sensación de divinidad, que esa reiterada voz en la cabeza era prueba de su existencia, del sí mismo que así como nace muere.
¿Quién, quién carajos confundió el efecto con la causa, quién el fin con el principio, el camino con el caminar?