Tantas veces vi a la niña correr descalza.
Se marchó con su crueldad bajo la lluvia. Se mojó la cara y las manos; las gotas casi le abren huecos en las cuencas de los ojos.
No hace mucho tiempo la volví a ver. Aún corría para escapar de su pasado, con los zapatitos de piel empapados. La malicia del asfalto hizo grietas en las plantas hasta que sus pies se hincharon con el frío.
Con cada paso, una lágrima caía reclamándole a la noche su dolor. No pudo llegar muy lejos.
La última vez que la vi estaba herida, herida no de muerte pero sí de gravedad; su piel de otro color, un tanto más grisácea y usando zapatos de charol. Las aberturas de sus pies habían sanado pero, todavía cansadas, sus piernas daban pasos cortos tratando de encontrar algún lugar caliente para abrigar su depresión.
Ya no gritaba. Se veía serena aunque desgastada. Aun así supe que no le quedaba mucho tiempo pues, a pesar de los zapatos, del vestido que la cubría del frío y de que los raspones en las rodillas estaban por desaparecer, era demasiado tarde.
Sentada se aferró a sus zapatos como a un respirador. Así cerró los ojos con una sonrisa y de un momento a otro, como si no sintiera más dolor, la niña dejó llorar.