Muros de cemento, paredes de plexiglás, torres de iluminación, cámaras invisibles, compuestos químicos patentados, la industria de 200 años y la moneda de crédito infinito nos protegen. Nos protegen del desierto, de la nieve, del hambre, de la noche, de la naturaleza y las enfermedades. Protegen la vida sobre ruedas, la infancia catatónica y digital, los antojos burgueses, la gula, los ascensos corporativos, el amor y el odio, los derechos humanos, los izquierdos psiquiátricos. Nos protegen de la muerte, del aburrimiento, de la vida, del futuro. Estamos tan bien protegidos que cada adulto, cada anciano, y cada vez más jóvenes se aferran a ese hilo traslúcido y obscuro de la esperanza. Un hilo que no atraviesa paredes sino que se levanta concentrado hacia el cenit: la esperanza de que el último respiro no signifique el fin.