Muérete, le dije a la panza de mamá antes de que nacieras. Y tantas veces rabiosas te quise muerta. Perra. Yo decía, muérete, por mis rastrillos rosas robados. Y tú, las piernas te rasurabas. Muérete, por los vestidos usados y, sin mi permiso, tomados esclavos. Muérete también por los novios bajados. Tú y siempre tú, la más linda del condado. Nos odiamos, nos gritamos, nos escupimos, nos peleamos y no nos procuramos. Muérete por el tiempo perdido. Muérete por los abrazos no dados. Muérete por haberte ido. Muérete por tus patas húmedas sobre mi cara cuando dormíamos en la misma cama. Muérete hoy y mañana y pasado mañana, y así sucesivamente hasta volverte a morir. Muérete cuando despierte. Muérete cuando me duerma. Muérete en mis sueños, en mis mañanas, en mis baños, en mis manos, en mi nuevo trabajo, en mi rutina de ejercicio. Muérete en los ojos de mis hijos. Y muérete, pero bien muerta, en cada rincón de mi casa, y en cada parte de mí y de mi vida, y en cada uno de mis segundos restantes porque así voy a recordarte. Ojalá no te hubieras ido, pero ahora que lo hiciste muere eternamente para mí hasta que muera. Y sólo entonces, muertas las dos, deja de morir para pudrirnos juntas.
