Qué rico te suenan las caderas, qué bueno es sentir el gong de tus tetas en mi pecho. Ese aliento a alcohol tan impertinente me encanta, encaja perfecto con el sudor y con la densidad asmática del salón y te volteás y me apretás el frente con tus nalgotas de escasa pretensión pero tensión suficiente como para borrar del todo el barniz de la gente y anular sin misericordia cualquier otro elemento sobre la tierra que no seamos vos y yo y la música. Y la gravedad, por supuesto.
Cuando la traslación impertinente se ahoga en rotaciones, ahí -entre la espiral y la recta- te detengo: vení para acá delicioso pedazo de carne, animal caliente palpitante sudoroso y las ingles, ¡las ingles! se juntan, se enredan las rodillas y ¡GOOONG! vuelven a tronar tus tetas magníficas en mi pecho. Para eso se hicieron las trompetas. Para a los 19 bailarse con pasión de gorila asoleado a la tía buena de 39 y tener que regresar a la mesa con una erección mientras toda la familia me observa.
Pero te miro mientras camino derecho, Rosalba; despacio me elevo por encima de la mirada de mi abuela, de mis inocentes primitos, de mi aterrada madre; emerjo y sobrepaso las cejas enojadas de mi padre como un dios, porque si hay un resorte hacía la gloria en esta puerca vida, ese resorte es la pena. Nos vemos en la próxima salsa Rosalba.