Las ideas no corren por sí mismas, ¿sabes? Se reproducen, volátiles, de unos a otros, se escabullen como las sombras que se hunden en las grietas; y cargan con ellas una memoria que ya no conocemos.
¿Recuerdas esa noche en que me pediste que nos fuéramos juntos? La idea te cruzó como un destello y dejaste que te escurriera del cerco de los dientes. Creías furiosamente que detrás de ella había una intención propia, pero no: era la soledad que aprendiste, y la voz libre y redentora que presumes tuya, y el final una obra de teatro de fugas, y probablemente una película insulsa de un amor de paisaje. Esa idea tan tuya, tan peregrina, es la gran nómada: patrimonio de cenizas que se heredan.
Y la idea —no lo sabes— cumplió su cometido, y me atravesó a mí con la misma potencia deslumbrante, arrastrando su polvo de belleza. Y sucumbí, como tú.
Pero las ideas no guardan reposo. Las ideas no conocen calma. Ahora vive en mí la poderosa intención de desgarrar esa idea, transparente y dulce, y perseguir sin tregua su origen: es ahora mi mano en tu cuello.