Una vez me contaron esta historia: una mujer joven y bien vestida, guapa y con dinero —o eso pensaba quien me lo dijo—, recargaba su vientre contra el barandal en un centro comercial. Tenía el torso echado hacia adelante, de manera que la melena larga y lacia, ocultaba su rostro. Su cuello daba la sensación de brillar debido a los cabellos rubios que, como gotas de rocío al amanecer, nacían de su base. Su espalda era delgada, pero no más que sus nalgas, donde se dejaba ver un pedazo de tanga color salmón.
Claro que se quería matar, dijo quien me lo contó. Luego agregó que nadie (pero omitió decir que entre ese grupo estaba ella) hizo nada. Únicamente dos policías, que sostenían las piernas de la mujer a la altura de las rodillas.
Según lo que entendí, lo relevante del relato no era que la chica quería terminar con su vida, sino los comentarios que surgieron alrededor de ella: Qué pena, dijo una mujer mayor, y con lo bonita que es. Otra exclamó ¡esa que se muera, al fin que tiene dinero! Un tercer individuo dijo que había olvidado su cámara. Un cuarto, en cambio, y este era mi locutor, reflexionó: ¿Cómo alguien que lo tiene todo, se quiere matar?
Pero la pena va más allá de los hombres, los atraviesa y atrae generando un sentimiento tan poderoso como la muerte.