Siempre el fuego, como promesa que aguarda en una caja y se queda al fondo para no cumplirse nunca, como una cadena que aprieta en las bisagras del cuerpo. El fuego estaba allí, alumbrando, ardiendo en el pabilo diminuto y apasionado, con esa capacidad tan suya de prenderlo todo.
Así estaba también mi corazón derruido, pendiendo del hilo con que se teje la incertidumbre. Esa que se revelaba cada amanecer con un graznido, porque en este peñón no cantan las sirenas ni el alba tiene el dulce sabor de la esperanza.
Siempre el fuego, mi corazón y la voracidad.
Desde aquí, por las noches, puedo ver la luz de las aldeas, puedo oler las comidas deliciosas que preparan: imagino aquellos panes horneados, los asados, los potajes; puedo sentir el calor de los hogares tan distinto a este sol que me roe la piel. Escucho incluso algunas risas y pienso que estuvo bien.
Cuando las estrellas se pierden y aparecen los primeros destellos de luz celeste empieza el dolor, escruto el aire con el deseo de que nada suceda, envidio el peso de la piedra de Sísifo, la quietud de Narciso y sobre todo la mortandad de aquellos a los que regalé la flama.
Pero es inútil, en lontananza miro aquella rapaz que viene, aquellas alas que se abaten cortando el cielo para devorarme las entrañas, para castigarme por darles el fuego, por darles mi corazón envilecido.