Es un camino sinuoso el que baja de tu cuello. El trayecto que una mano tiene que recorrer es el mismo que el de la Asunción. Resulta extraño tener que bajar, pero las cosas más sagradas a veces se esconden en los lugares más difíciles de imaginar. Y llegó la ocasión en que se trata de la mía la que se lanza a realizar el peregrinaje. Se detiene y contempla el horizonte: presiente el paso de otras manos, de historias desconocidas y debe suponerlas porque la belleza que se despliega ante estos dedos es una de tiempos. Y tus poros parecen llevar vientos de mundos abiertos y de secretos como tormentas de arena dorada que flota en breves remolinos que cambiarían un desierto entero.
Mi mano va en romería, después de recibir la bienaventuranza del beso de tu boca. Parte a desafiar los peligros de perderse en un camino largo, lleno de tentaciones como las montañas de tu pecho o las cuevas de tesoros bajo tus brazos. Ella vence estos demonios dulces porque desea una tentación más bella, más alta: una revelación suave de ti.
Lo va logrando de a poco, a tientas. Desliza apenas la punta de un dedo por debajo del borde del pantalón. Es esa frontera la que hay que franquear con toda la delicadeza que pueda el tacto. La devoción le da fuerza y se desliza por el último tramo. La sorpresa de una negra suavidad. Sólo puede ese destino, la mano sucumbe y se rinde al pie del templo.