A JC
La prueba en bicicleta de 50 kilómetros era más de resistencia que de velocidad. Arrancamos en grupo. Montaña, carretera y ríos durante seis horas. El sol se dejaba sentir y el sudor me recorría por el rostro a raudales, causando ardor a la piel quemada por el sol.
Cuando llegamos al último tramo hicimos un breve alto, antes de la subida de ocho kilómetros. Muchos no lo intentaron pues se encontraban exhaustos. Yo Inicié con buen ritmo, pero a medida que pasaba el tiempo las piernas se me engarrotaban y sentía que no podría terminar.
La guía me seguía de cerca alentándome con sus palabras, me daba agua y chocolate y barras energéticas. Ya no veía a nadie de los competidores, perdí la noción del tiempo. En algún momento el agotamiento me provocó náusea y sentía como empezaban a acalambrarse las piernas y que los pulmones me estallarían. Renata, incansable con su acento extranjero volvía a la carga con sus palabras de ánimo. Repentinamente sentí pena por ella y por mí y mis lágrimas se confundieron con la imparable transpiración. “¡Ya falta poco, vamos!” gritaba Renata. No sé cómo mi cuerpo obedeció a mi mente, pero seguí y seguí y seguí… Nunca supe cómo lo hice, pero al llegar a la cumbre y al fin bajarme de la bici, mis piernas temblaban y mi pecho sollozaba dificultosamente, Renata estaba más eufórica que yo, pero a mí me inundaba aquél sentimiento inexplicable que, como el mejor regalo jamás recibido, llenaba mi cuerpo de dieciséis años, célula a célula.