Fueron mi fijación por Vanilla Sky y las ganas de dejarte atrás lo que me inspiró. Era julio, hace unos años, cuando la edad aún no pintaba de canas mi cabello.
Miré fijamente a través de la ventana del hotel donde se celebraba mi viaje de graduación y a lo lejos vi aquel imponente aparato, quieto en la oscuridad, rodeado de mar y al que horas más tarde escalaría.
Dejé que me amaneciera y, apenas abrieron la puerta, me apunté en una lista. Los kilos se evidenciaban en mi mano pero mi único objetivo era subir al cielo, llegar a la cima cincuenta metros arriba para luego sucumbir.
En mi camino hubo intervalos que provocaban arritmias cada vez menos tolerables. Escalar, con pequeñas pausas, me ocasionó náuseas.
Mientras abajo todos me veían y animaban, en mi cabeza surgían recuerdos de la última vez que pasamos juntos, cuando decidiste no compartir mi sueño lúcido, ese al que estaba a punto de renunciar también. Seguí el camino, hasta por fin mirar desde lo alto: eran 50 metros, ¡50 metros!
Temblé de pies a cabeza, me coloqué en una plancha, luego me ataron y ayudaron a colocarme en la esquina de un trampolín. Sentía la brisa en los dedos y no podía despegar los párpados. En mi mente se dibujaba un firmamento como el de Monet. Volví a recordar la escena de nuestra película favorita. Era el momento de despertar.
Con un suspiro y la motivación de dejar el sueño lúcido atrás tomé impulso, me dejé caer. Los que fueron segundos hacia abajo me paralizaron. Abrí los ojos y, finalmente, te desvaneciste.