Cierro el libro que me regalaste cuando nos conocimos y mientras te veo acomodar tu ropa pienso en este viento impetuoso que transita mi existencia. Nos hemos acostumbrado tanto a los silencios que las palabras se confunden con consuelo. Estás ausente y cada vez te conozco menos.
Si tan sólo supieras lo que es saber a ausencia, a tortuosa memoria.
Me acuesto a tu lado para mirarte y escuchar lo que hoy tienes que contarme, pero una vez más te quedas callado. Y al girar tu cabeza sobre la almohada hacia mi lado contrario, te busco en mi soledad.
Hace mucho que ya no puedo encontrarte, que te has perdido en el quehacer de tus pendientes, esos pendientes que antes me parecían encantadores. Me quieres, lo sé, pero ya no me lo dices. Todo se vuelve espacio y tiempo.
El dolor se incrusta en mi cuerpo, murmuras y me fastidias. Quisiera que tu boca fuera menos reservada y tus pensamientos más ligeros, con eso me conformo, con un diálogo amable que no alimente la tristeza.
Pero vamos más allá. Por eso escribo, para encontrarte en mis letras, para que me veas en ellas y de una vez por todas te decidas a enseñarme ese nuevo idioma que has aprendido, el que no ensayamos juntos.
En vano he levantado la voz. ¿Te has dado cuenta de mí?
Como si el sonido de mi voz te hubiera movido algún recuerdo me miras pero «no es nada», me dices. Giras de nuevo la cara hacia tu silencio y seguimos así: yo buscándote siempre y tú jugando con esta montaña rusa que es mi vida.