A veces morir no es suficiente, a veces el olvido no tiene esa contundencia necesaria para que la muerte resulte suficiente, a veces los brazos se pierden de cansancio y descubrimos que somos el Sebastián lacerado, el ave que se cae del nido antes del vuelo, la flor que recién abierta pierde los pétalos con su primera lluvia.
Dicen que de amor no muere nadie. ¿La gente qué sabe de los alborotos crueles de la memoria, qué del polvo acumulado en los cristales de las ventanas, qué de los papeles escritos en el borde triste y punzante de una pluma a la que la tinta se le acaba?
Yo de esos temas no sé nada y no quiero saber nada. No deseo ser experto en los hábitos miserables del dolor ni en analgésicos. Por eso me acerco a oler los tulipanes aunque sepa que no huelen a nada sino a hierba, a rama fresca y no a perfume, porque en una de esas, en un ardid agorero y de olvido, sueltan un aromita recóndito. Por eso llevo tulipanes a su tumba, para que en aquel otro sitio donde ella está, huela la fragancia que prefiera, para que ella sepa que a veces morir no es suficiente.